martes, 12 de mayo de 2015

Cosa deforme manifestada en tres actos.

A Enza García Arreaza
por ser una soledad
desgarración
 que chorrea 
hermosura
y sangre.

I

El momento transcurre durante la tarde: el sol comienza a descender, la luz se viste con un amarillo intenso, la brisa lo siente y baila, baila con los pájaros, los árboles, como en un ballet, como en una pintura.

La escena es una pintura y como tal tiene su propio tiempo, el cuál es el mismo: siempre lo mismo, nunca se mueve salvo sobre sí mismo, por ende, el atardecer, los bailes, la luz, son eternos.

Otro elemento de la pintura, inadvertido, es un muchacho. Yace sobre el suelo, acostado, observando, abstraído, esperando.

Hay otros entes, pues, todo se desarrolla en un parque. A la vez que el ensimismado observa el alba, también mira a los transeúntes, como si estuviese en dos mundos o como si estos se uniesen en él. Eso explicaría la expresión en su rostro.

Está ausente. Su cara es larga como la espera y sus ojos tristes como la lejanía. Su piel es de color de quién ha esperado mucho tiempo bajo el sol. Las personas no lo notan. Tal vez es un fantasma encerrado en el espacio físico del parque, condenado (o bendecido) a vivir en un momento detenido perpetuamente.

Sin embargo, él sí nota a los que pasan por su lado; los mira con atención, con curiosidad. Algunas veces, al pasar de ciertos individuos, sus ojos se vivifican, ardientes como si en ellos estuviese contenida una guerra. Y los otros siguen sin notarlo, y el se apaga tal hoguera bajo la lluvia. Y el proceso continua, se repite. ¿Por qué sucede esto? ¿qué cosas vagan en su mente?

Ahora ha abierto un libro y pareciese que su cuerpo es el libro o que ha sido tragado por él. Lo único seguro ahora es que la noche se ha abierto de par en par en el cielo  y el muchacho de piel de espera ya no está.

II

Esta semana ha sido caracterizada por una palabra: puta.

En pleno siglo de la modernidad, la moral y Dios abolidos, muertos, enterrados, devorados por la tierra y aún es pecado el goce de la sexualidad, aunque no es mi caso. El tránsito de esa palabra por estos días es motivado por otras razones.

He tratado de salir con diferentes hombres porque algo en mí tiene hambre y sed por el calor de otro y no por carne sino sentimientos y una eternidad entre cinco letras que han sido y serán la más alta declaración de fidelidad que puedan ser pronunciadas o dichas. Sin embargo, he fracasado.

Nadie se interesa en mí de esa forma, nadie quiere ver el atardecer o hablar conmigo, como si el mísmisimo Eros me hubiese abandonado o maldecido. Y por esta razón soy una puta, ante los ojos de los otros, y por eso nadie quiere salir conmigo, porque soy una puta.

El atardecer tiene un encanto inexpresable. No cuando cae el sol ni cuando comienza a declinar la tarde, sino un momento exacto, impreciso, en que la luz toma el color de la nostalgia y pareciese que la eternidad sonríe. Vivo por este momento, separado del mundo en éxtasis permanente, sólo unido a él por el pasar de los rostros.

Pasan y caigo dentro del cuerpo. Me clavo en cada uno de los ojos y entro, buscando no sé qué, para luego huir de ellos, despavorido, añorando la luz y la elevación y encontrando que es noche y a la soledad comenzando a latir en las estrellas hablando en la luna. ¿Cuánto tiempo llevan allí, tan lejos observándolo todo?

III

Unos labios se abren

son el horizonte

me devoran
ahora no existo
salvo en el instante mismo
en que la vida
se vuelve sinónimo
de la búsqueda

de esto

lo absoluto
lo eterno

devorando
quemando
exterminando.