Me hundí: evoqué hasta desgarrar la mismísima barrera fundamental (o eso parecía ser); usé hasta el cansancio, gasté de tal manera que ni los huesos ni el inconsciente pudieron proseguir.
Sucumbe me susurraba mientras yacía en la distancia abismal de los pensamientos infranqueables.
Tan cerca y tan lejos, allí, en la distancia de la cercanía, en la estupidez de la debilidad.
Un último bastión donde anida aquello aún desconocido; una última morada impura por el proclamar de los siglos, una repetición que acuna al infante sin rostro.
(Un nuevo monstruo ha nacido entre las cenizas del anhelar eternidades.)
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