¿Qué consuelo hay para quien brilla por su opacidad?
Camino al rededor de mi cabeza. Caigo mareado sobre mí.
Mi mano quiere, añora tocar el papel, pero yo no necesito refugio. No. Yo quiero seguir hundiéndome, volar una y otra vez sobre la garganta del abismo, siendo uno con la luz que cae desde el cielo, siendo aquello que acaricia a las hojas mientras imploran no ser consumidas por el suelo donde han de vivir por última vez.
Yo, en cambio, cortante, cuchillo en mano, desato el muro de ideas que da belleza y sentido al vomito verbal que paren mis sentidos.
Quiero escribir algo largo, inmenso, universal, que trascienda estructuras, que destruya puertos, que sea como la ola y el firmamento. Pero, ¿qué digo? Repito, imito, sin embargo. ¡Tormento ser reflejo de sombras, sombras de reflejo! No existe en mí el centro de donde todo ha de fluir; en otras palabras: el centro es el aire, está afuera, siendo confundido por el humo del cigarro que mi cuerpo ansía para calmarse. Pero el aire es espeso, moribundo, lo fumo, lo inhalo, acepto, me detengo, me veo, no entiendo. Este éxtasis invocado (porque nunca viene de forma voluntaria o espontánea o natural) sólo es la vía donde la pérdida es vida y la vida pérdida y las palabras también son vías imitan llaman buscan buscan buscan pero el gran salto yo quiero vivir en el fondo del abismo en la parte más alta de la estrella entre los racimos de uva y los arboles donde mi alma ha morado desde el nacimiento.
Yo quiero. Yo fluyo. Esto que nace en mi vientre, expulsado desde mi piel, arrinconado por mis dedos... esto, esto, esto que vive en mí sólo quiere huir. Mientras tanto, en el fondo oscurísimo de la noche donde la estructura es inflada buscando estallar pero hallando que sólo los afortunados mueren sin pedirlo, en el lugar común donde todo es cierto, válido, hermoso, "común", habita el anhelo más grande, el hilo que une fronteras y desborda épicas incomunicables: aquello, cómo yo, quiere ser suyo y de nadie más.
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