miércoles, 14 de diciembre de 2011

Una vez posados mis ojos en el cielo no había manera de apartarlos de allí.

Como luciérnagas, como antorchas, como luces de navidad, como fuera interpretado el carisma de las estrellas, de igual forma resultaba un misterio hechizante, un beso inexplorado, un abrazo cálido por la mañana.

Me lanzo. Un zambullido sobre el verde, leve, sin embargo poderoso. Él se acerca como un gato. Temeroso en su interior, vigilante, cuidadoso, silencioso, y sin previo aviso lanza toda su energía hacia mi. Fue como bajar una de esas estrellas y posarla sobre mis labios. Fue como uno de esos incontables sueños con los que solía desvelarme en mi juventud; Esas fantasías ubicuas de una eternidad sin precedentes, una utopía de mi propiedad. El paraíso mas profundo que se pudiera imaginar.

Su rostro era como la luna pálida, brillaba a pesar de que mis ojos no veían nada. La barba al rededor de sus mejillas, tan hermosa, como una jungla que calzaba en la perfección del mundo. Su rostro era un mundo, un mundo en el que me zambullía cada vez. Cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada año, cada siglo, cada milenio, cada eternidad posible a través del aliento de la vida. Él era vida; Aire a mis pulmones cansados.

-Un sonido ensordecedor comienza a sonar sin compasión desde ningún lugar aparente-

Ocho de la mañana. Va a cepillarse, sin siquiera haber abierto los ojos. Su mente no se desliza por ningún laberinto, pasillos de trivialidades sobre próximos deseos (o sea, seguir durmiendo, pragmáticamente hablando) inundan su mente. Alza la mirada frente al espejo para observar su cara.

Era él.

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