Pero caen las cosas a nuestro paso.
Y nos recuerdan que es inútil que toquemos esa puerta,
que abramos ese armario,
que nos detengamos ante ese espejo como ante un lago seco,
y que reclinemos en la almohada
nuestra pobreza de inconfesables odios.
Porque así son los días.
Porque así es el estarse mirando en los días.
Y no hay más remedio que asomarse a ese pozo
de pequeñas historias, de inicuas necesidades ineluctables.
Y pedir un puesto entre todos
para, también, empezar a ofrecer nuestra mercancía,
a pregonar que hemos venido a venderla al mejor postor,
y que somos turbios como los otros,
que somos -como los otros-
dignos de que nos asignen un número
entre la legión de los que saben usar sus máscaras
por calles y estaciones.
Qué terrible, sin embargo.
Qué terrible cuando el hombre llega a su casa
y prende el cigarro de costumbre,
y empieza a dejar en todas partes su ceniza y su humo.
Qué terrible saberse vacío, andando por los cuartos,
visitando los retratos mudos de las paredes,
escarbando en el hueco absurdo de unos libros estériles
tirados sobre la mesa.
Porque verse por dentro duele a veces,
tanto como una espada sobre una llaga,
tanto como unas manos que no saben
otro camino más allá del bolsillo.
Y es tonto que los años pasen
y estemos haciendo siempre el mismo número,
para que otros aplaudan,
para que otros se resignen a aplaudir.
Y es tonto, desmesuradamente tonto,
que tengamos nuestros ojos acostumbrados
a mirar solamente las polvorientas alcancías,
al obeso doctor que sabe ir a misa diariamente
y le prende una vela al diablo de su devoción en la calle,
y a los otros que no nombro,
pero que están en todas partes como la langosta,
y sobre todo al que escribe su historia,
al que escribe su historia y la sabe contar por todas partes,
y es un poco turbio,
y un poco estúpidamente fatuo.
Pero es tarde ya. Y hay que apagar la luz.
Y hay que empezar a reconstruirse,
de afuera para dentro.
A reconstruirse, pedazo a pedazo.
Con paciencia ha de hacerse:
tenemos la medida para ello, al cordel necesario
cuelga entre nuestros dedos,
y no nos falta, ni siquiera, el nombre
para arrimarlo a la llama de las cosas inútiles.
Entonces es cuando llaman a la puerta,
cuando tocan recio a nuestra puerta;
y salimos a abrir, desnudos,
todavía a medio hacernos,
tambaleándonos de olvido,
cegados por el resplandor de lo que hemos soñado,
de lo que hemos dejado en el sueño
creadoramente útil.
No, no importa que la máscara se haya caído.
Podemos recogerla.
Podemos ponerla otra vez sobre nuestro rostro.
Y sonreír, como antes.
Sonreír a medias, entornando los ojos.
O reír estrepitosamente, reír con ganas,
reír a golpes de martillo,
mientras adentro algo se está quebrando,
algo se está rompiendo tristemente,
triste o lamentablemente, para siempre.
Es tonto todo esto. Es tonto y tú lo sabes.
Tú sabes que no hay que hacerse el tonto.
(O no pasar por tonto.)
Y por eso te vengas.
Te vengas de los tontos. De ti mismo.
Y de los otros.
Y le sabes poner muy bien sus nombres a las cosas.
Y has aprendido a hacer genuflexiones,
a bajar los ojos, a inclinar la frente,
a decir "sí" o "no", y a hacerte el que no entiendes
cuando el señor obeso te reprende.
¡Ay, qué felicidad!
¡Qué felicidad tan diariamente conservada!
Porque también es útil el sabor de la ignorancia,
la costra que nos cubre, que nos defiende,
de los ojos malignos.
Porque es útil no dejar saber
dónde está el relleno de nuestro cuerpo,
esa parte que nos hace ser luminosos
en medio de tanta turbia desnudez,
en medio de tanta sombra sin remedio.
Es útil la ignorancia que te rodea.
Y tú te sabes administrar
para que todos se equivoquen, para
que no se sepa, en fin,
en dónde está tu nombre verdadero.
¿Y qué más has de pedir,
si todo está a tu alcance,
si tus manos ya aprendieron a hacer el nudo corredizo,
y tus pantalones no están llenos de aire
ni bambolean por las calles?
Veamos: qué hemos de hacer ahora
si todo ya está hecho,
si todo ya está maravillosamente hecho
y ordenado,
que nadie se equivoca de puesto,
que nadie osa de dejar de pregonar
cuándo le place el que le compren su miseria.
Mejor sería llorar.
Mejor sería llorar calladamente.
Llorar en nuestro cuarto, bajo llaves.
Lloras sin que nos vean, en silencio.
Llorar en todas partes, para adentro.
(Porque no es elegante llorar en público
y que sepan que nuestras lágrimas
no pueden venderse y son saladas
como las otras lágrimas.)
Por eso, amigo, te propongo ir al cine.
Vamos al cine y tomemos un puesto entre lo más oscuro.
El cine es ideal para los murmullos,
para los pequeños ruidos, para el papel
absurdamente caído del bolsillo,
para la inútil sombra de los dedos
tan quietamente solos y vacíos.
Y tantas veces, sí, y tantas veces
esa voz del olvido, ese pedazo
de soledad ardiendo,
ese misterio de campanas quebradas y cayendo
en el abismo sordo de los días...
Mas, ay, que duele como un ojo
tristemente en el aire de la noche;
ay, que duele mirar ese naufragio
de lentas cosas sabidas o ignoradas,
de lutos poderosos, de agonías
hincando en lo profundo de los pechos
con desarmados ojos de homicidas...
Por eso no importa.
Y es que no importa nada.
Y el mundo está bien hecho.
Y el mundo está muy bien hecho.