martes, 28 de diciembre de 2010

Ningún Lugar:



A saborear el desvelo, ¡Que sazón tan ricotón! Le quita la amargura al desfortunio de segundos sin calor. Absorto le dejaremos al papel, sin culpa, sin remedio, sin un poquito de sueño.

Las señoritas entonaron su canto pegadas de la pared, incontenible pero elegible. Así fue. Esa fue la forma como todo no debió pasar. Y viceversa sin revés, con el beso del duende y el abrazo del jerez. Sosteniéndose con un tono de sin pero con temor, lo hizo y se alargo, se largo, se empuño y se frunció; Bravi, bravu, bravé, estas son todas las de la ley.

Sin desdén, sin desdán y sin desdún se fue a correr, con lagrimas milagrosas y tristezas empalagosas, pasa en la irrealidad, pasa en el mas allá, pasa en ningún lugar, pasa acá.

En su pequeño regocijo solo pronuncio signos de exclamación, y beso a su pequeñito. Le dio abrazitos y demás.

Es una pequeñita persona, en un pequeñito cascarón, con una pequeñita maquina de escribir la que construye este verso. Sin verso.

Al abrirlo recibió una grata sorpresa: Era su ambición o sueño dorado y su verdugo, el mismo. Difícil discernir a lo profundamente arraigado.

Antes de morir regreso con mas fuerza, aun buscaba su mascara. Murió, y aun en el mas allá sigue buscándola; Cuando lo abrazo no sintió nada, se preguntaba y se torturaba. ¿Porque? Se repetía, si era lo ansiado y esperado. Nunca le respondieron.

Los amarantos colgaban lo mas bajo posible, sin embargo, el pequeño saltaba y saltaba y jamás los alcanzaba. Hasta que descubrió un ciervo, no hubo mas hambre desde aquel entonces.

Un árbol amarantoso y fornido, cansado de su lugar y con sed de explorar decidió recorrer el mundo, planeo y costió, hizo y reveló, pero al momento de partir no pudo ni moverse un centímetro, entonces decidió hacer lo que por muchos lo llamarían loco: cortar sus raíces. Lo hizo y desde aquel entonces existen los bosques.

Una vez que desperté, por cuan ácido fuera todo y por mas quisiera, no pude volver a dormir. Ahora soy feliz y sin necesidades. ¡Reveladlo! Gritaron los samarayos, sin descanso, sin temor, sin fuerza, con paz. Ni una gota toco el suelo, mas el cielo inundaron.

Para observar no necesitamos ojos, dijo el Anciano, necesitamos de las cosas escondidas en la pasión y el misterio.

Para volar no necesitamos alas, dijo La Bruja Alada, necesitamos de la ferviente fuerza que yace esclava del miedo.

Para sentir no necesitamos disposición, dijo el insaciable Soñador, necesitamos del valor a viajar en los confines del universo.

Y por último, en un rincón oscuro y desolado estaba solitario, todos lo observaron mientras contaba...

Para amar no necesitamos pertenecer o tener, dijo el Universo, necesitamos el dón, el pensamiento, el movimiento y la enseñanza. Ni mucho menos necesitamos a la necesidad, ¡cuan inmunda pestilencia! No necesitamos nada. Dijo con total firmeza. Todos escucharon.

La realidad se apago, lo irreal murió, solo quedaban 3 de 6. La fogata ardía mas, las estrellas brillaban mas. Todos seguían contemplando. A los amarantos se unieron los limazones, a los limazones les caía agua de nada, nada de nada, y de la nada se extinguió.

El anciano bajo ese árbol seguía viviendo allí después de cinco eternidades enteras. Nadie sabia que observada, solo lo veían sonreír. Nadie conocía nada. Fluyendo de un lugar inexistente, sin espacio ni tiempo, naciendo sin vientre y hablando sin lengua alguna, así es sin tapujos ni filtros. Inspiradora hermosura.

Al lado del árbol había un río incruzable, innavegable y sin profundidad. Construyeron un barco, pero el maquiavelismo se lo trago. El Sol entonces brillo con mas pasión y amor, las almas de los difuntos se unían a el: Era prueba de algo mas fuerte, algo sin nombre, la esperanza.

Uno a uno se fueron revelando, la verdad feroz tomaba y les arrancaba sus mascaras. Las mentiras no podían esconderse mas, ya no existía lugar desconocido en la Tierra; Sus fantasmas entonces decidieron regresar, pero al ver que la voluntad ya no seguía esclavizada se aterrorizaron, murieron por segunda vez, por tercera vez, por cuarta vez, por toda eternidad posible e imposible.

Era un día normal, de un mes normal, de una tarde normal, mientras corría por el bosque. Así quedo revelada la única e irrefutable verdad; Clave mis dedos en la tierra como el asesino clava sus dagas en la carne, comencé a buscar sin punto fijo. Allí lo encontré sin nombre y apellido, era él, en las profundidades, en los arboles, en las ramas, en el océano que fluia, moria, asesinaba y daba vida, en las estrellas que con fuerza brillaban entre mis cabellos y en las hojas: el amor indespreciable. Dios.


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